viernes, 23 de abril de 2021

Días de Pandemia: la vacuna

23.04.2021. Cuadringentésimo octavo día desde el inicio de la Pandemia. 7.30 a.m. Me levanto como todos los días y desayuno. Hoy recibiré la vacuna contra el Covid 19. El pasado miércoles por la tarde me llamaron desde el Distrito Sanitario: “El viernes se le vacunará en las instalaciones del Jaén Arena”.  Recibo la noticia con cierto nerviosismo, sobre todo, porque temo a la deslealtad de mi memoria, y no retener con precisión los datos que me comunica el teléfono: “viernes, día 23, a las 18.30; segunda dosis el día 14 de mayo a la misma hora”. Doy las gracias y digo a ella: “Rápido, apunta en el calendario”. Yo también anoto precipitadamente ambas fechas en la agenda de mi smartphone. Repaso, repasamos. Respiramos. Ella me abraza feliz. Me dice: “¡Qué ganas tenía!”. Y es que me quiere. Teme por mí y por esos achaques crónicos de salud que ya no me abandonarán nunca.

Hoy no iré de caminata enmascarado como hago cada día. De hecho, me quedaré en casa, haciendo un lapsus en la rutina diaria. Escucharé boleros y habaneras, pondré al día la correspondencia y distraeré la mente repasando fotos de mis nietos. ¡Cómo han crecido!, ¿nos conocerán? Hace cuatro meses que no los vemos. Bueno, verlos sí que los vemos, casi todos los días en las fotos y en las videoconferencias de la tarde. Los pequeños nos miran a través de la pantalla, unas veces regalando sus dulces sonrisas a nuestras expectantes siluetas pegadas a la pantalla del teléfono, otras, permanecen distraídos en sus juegos y fantasías infantiles. Pero a nosotros nos basta con verlos.

El persistente confinamiento perimetral de las provincias nos produce zozobra. Cada semana esperamos atentos las decisiones del pomposo Consejo Asesor de Alertas de Salud Pública de Alto Impacto de Andalucía. Ayer dijeron que aún no era pertinente autorizar la apertura de la movilidad interprovincial. Refunfuñamos al principio, luego asentimos sumisos, no sin antes reivindicar a dúo contra la laxitud en el cumplimiento de otras medidas restrictivas.

Son las 13 horas. Como cada día, ella y yo nos interpelamos. Es la hora del aperitivo. Es el rato de relax que nos venimos concediendo desde que nos enclaustramos en nuestra particular trinchera frente al virus. Es todo un ritual: dos copas, dos cervezas y una lata de conservas. Hoy toca mejillones en escabeche. Yo tomaré la cerveza sin alcohol, pues no he olvidado que esta tarde tendré que estar perfectamente pertrecho para el evento. Miramos la televisión. Lo de todos los días. Los índices de contagios suben en unas comunidades, en otras bajan. Continúa la incertidumbre. Sentimos estupor por la situación política. No hallamos muchos resquicios para la empatía. Por el contrario, reina una crispación perversa que nos abruma. Unos y otros manosean sin recato la palabra libertad de forma obscena, así como otros valores democráticos que siempre respetamos y quisimos transmitir a nuestras hijas como sagrados. Estamos confusos y enojados, pero nos miramos. Aún nos tenemos. Sonreímos. 

A las 17 horas me dispongo a prepararme. Ella me dice que es pronto. Pero yo persisto en mi afán por estar listo para emprender la ruta hacia el ansiado Dorado inmunizante. Escojo una camisa de manga corta para facilitar el trabajo de los sanitarios. Introduzco mi documento de identidad en el bolsillo de la camisa para resultar diligente cuando me lo requieran. Llevo preparado más de media hora, creo que tranquilo, pero no podría asegurarlo. El acto que se avecina merece esta liturgia.

18.05. Montamos en el coche. Ella me acompaña. Decidido emprendo el camino hacia el vacunódromo local. Ella, como siempre, me advierte que debo estar atento al tráfico. Yo callo y observo la calle. Las terrazas de las cafeterías están repletas de jóvenes que fluyen de unas mesas a otras, muchos desprovisto de mascarilla, como si no ocurriese nada, ajenos, al menos lo parece, al drama que padece la humanidad. No encontramos adjetivos para describir la situación. Pero aceptamos impotentes. Continuamos hacia nuestro destino.

Ya se divisa el enorme paralelepípedo, de tonos ocres, situado al final de la gran explanada del recinto ferial y que ha cedido por una temporada su función lúdica para convertirse en el punto de convergencia de esta cita terapéutica. Son las 18.15. Recorremos, encarrilados, el circuito del prolongado trayecto rectangular que conduce hacia la entrada del edificio. Nueve son los coches que preceden al nuestro. Bajo del coche. Me quito la rebeca y quedo en manga corta. La cola avanza rápido. Llegamos a la puerta de entrada. Un guarda jurado me indica en qué lugar he de colocar mi vehículo en el interior del recinto. Avanzo, apago el contacto. A la izquierda, un equipo de dos enfermeros, jóvenes y diligentes. Uno me solicita el documento de identificación. Pasa un minuto. El otro se acerca exhibiendo una sutil jeringa que avanza hacia mi brazo. Emocionado le pregunto: "¿cuál me va a poner?". Y me responde con tono jocoso: “diésel sin plomo”. Lo miro y le devuelvo una sonrisa agradecida. “Señor, venga el día 14 a recibir la segunda dosis. Le he puesto Pfizer”. "Gracias".

A.J.G.G.

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