El verano, para nosotros, comenzaba una vez que habíamos pasado el trago de recibir las calificaciones escolares. Durante días acechábamos la llegada a nuestras casas de aquel hombre educado y bueno, Adolfo; para nosotros, portador de incertidumbres, enviado por el colegio de los franciscanos y que era el garante de que nuestros padres fueran informados sobre el severo juicio de nuestra trayectoria escolar durante el curso. Entre San Antonio y San Juan, deambulábamos, avizores de la presencia del temido mensajero o socavando información sobre su itinerario del día anterior. Cuando se consumaba el comunicado y había pasado la tempestad para los que habían cosechado calabazas, llegaba nuestro verdadero asueto. Ello sucedía después de las fiestas de San Juan y se alargaba hasta pasada la feria de San Bartolomé, finalizando el mes de agosto. Hasta entonces cabalgábamos desbocados por nuestra torpe y amartelada pubertad, sin cuaderno de ruta, sorteando vigilancias y agradeciendo al sol su complicidad a la hora de la siesta.
viernes, 21 de julio de 2017
viernes, 10 de marzo de 2017
Daños colaterales
Existe una creciente y sibilina
penetración intelectual de pseudomensajes inquisitoriales que no reparan en
criminalizar de forma implacable a todo lo que se menea, si es que ello no
concuerda con el pensamiento único
al que cada uno se aferra. Ya no son los mensajes del miedo procedentes de los
centros de poder, ya los fabrican ellos mismos o contribuyen, como un ejército
clandestino refugiado en el anonimato, a arrasar al señalado emitiendo condenas
inapelables. Para ello han hallado en WhatsApp, Twitter, Facebook y demás redes
sociales una guillotina implacable que produce daños colaterales imprevisibles.
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