viernes, 12 de julio de 2024

La feria de San Juan

 I

Había dos hitos en el calendario marteño del mes de junio marcados a fuego en el imaginario infantil y que siempre se hallaron anclados en los recuerdos que Amador escondía en su memoria: San Antonio y San Juan.

La celebración de San Antonio era el referente de la finalización del curso escolar. Además, era la onomástica de infinidad de abuelos, padres, niños e, incluso, maestros, por aquel entonces, cosa realmente asombrosa ya que tanta reiteración producía confusiones constantes a la hora de asignar a cada parentela los suyos. Había que recurrir inevitablemente a las distintas variantes hipocorísticas del nombre, tales como Antoñito, Antoñín, Nono, Noni, Toñín, incluso, Tano, acompañado a menudo, del apodo familiar, más que del apellido, para encuadrar a cada uno en la tribu de “Antonios” a la que perteneciera (el del Agua, el del Pescadero, el de Quematortas, el de don fulano,  el de zutano…). Igual ocurría con tantos y tantos otros apelativos tan recurrentes en aquella época.

La feria de San Juan, más conocida coloquialmente como Feria de la Plaza, era el otro gran acontecimiento que daba la bienvenida festiva al verano. La plaza de Santa Marta se engalanaba y se convertía en un universo fascinante en el que los vecinos del barrio alto se sentían encantados y deslumbrados por aquel espectáculo de sonidos, luces y sorpresas.  

Desde la víspera de la inauguración, la plaza y calles aledañas estaban engalanadas con guirnaldas, banderitas, luces de colores y sonidos de pitos y trompetillas de los vendedores ambulantes que acudían desde los pueblos vecinos. La plaza quedaba rodeada por completo de estructuras metálicas, casetas, puestos y cachivaches, que tomarían más vida una vez envueltos por el murmullo de la muchedumbre y el anárquico reclamo musical de unas y otras atracciones.

La Feria de la Plaza era humilde y popular, no contaba con grandes espectáculos ni con espacios exclusivos de chaqueta y tiros largos, pero proporcionaba toneladas de sueños, diversión y emociones entre los pequeños y adolescentes. El arranque de la feria lo marcaba el pasacalles de Gigantes y Cabezudos. Desde el comienzo de la tarde, el recinto de la plaza bullía por el ir y venir de niños y adolescentes. Los más osados se acercaban sobreexcitados, e incluso coronaban atropelladamente, la escalinata que daba acceso a la calle Córdoba donde se hallaba la morada de aquellos personajes de cartón piedra, algunos de los cuales serían encarnados por muchachos reclutados minutos antes de la salida.

Llegadas las seis de la tarde, cuando el lugar estaba abarrotado por la chiquillería, un sonoro chupinazo avisaba del inicio del desfile. Simultáneamente, una tumultuosa estampida infantil brotaba a toda velocidad colapsando las bocacalles escalonadas que conducían a la plaza. Los niños corrían despavoridos desde las primeras posiciones de la comitiva mientras los adolescentes retaban y hostigaban divertidamente a los cabezudos a riesgo de recibir algún que otro mamporro. En los balcones, los más pequeños se abrazaban a sus madres horrorizados por el estruendo de los cohetes y por el terrorífico aspecto de aquellas figuras surgidas de los cuentos de hadas.

Gigantes y Cabezudos

En un santiamén, la plaza quedaba inundada de mocetones y de niños, éstos con los rostros arrebatados por el espanto causado por aquellas figuras de rostros inertes, aquellos retando a la comparsa desde las primeras posiciones. Al fin, el paulatino acceso a la plaza del cortejo de enanos portadores de curiosos utensilios agrarios, una enorme Blancanieves acompañada del príncipe, ambos con el común denominador de su titánica altura inaccesible a los ojos de los infantes. Pero, sobre todo, era la aparición de la espantosa bruja, tantas veces encarnada por el bueno de Pepe Garrote, empuñando una amenazante escoba y envuelta en un horrible hábito negro que ensalzaba aún más su pavoroso rostro. A su alrededor todo eran corridas y gritos nerviosos cuando, la quién sabe si hechizada escoba, golpeaba sobre los lomos de aquellos que encabezaban unas hostilidades que jamás adquirieron tinte dramático.   

La banda municipal de música era la que, con sus marchas y pasodobles festivos, enaltecía y servía de reclamo a la atención de los vecinos para que se asomaran a los balcones, a la vez que encarrilaba el sentido del séquito desde la Plaza hacia la calle de la Fuente donde el reagrupamiento del gentío aceleraba las carreras y las caídas de los zagales que hallaban providenciales burladeros de escape en las distintas bocacalles y callejones que surgían en el recorrido.

II

Justo delante del Ayuntamiento y en dirección a la Peña, se alineaban puestos de globos, juguetería y demás chucherías infantiles. Frente a ellos, ocupaban el resto de la calzada los veladores, multiplicados en número para la ocasión, de los bares de José Ortega y Pepillo Martínez que eran quienes ejercían mayor influencia sobre aquel lateral de la plaza. Allí los mayores alternaban mientras los niños y niñas estiraban la diversión excitados por el bullicio y los enigmas de la noche. 

Fachada de la plaza contigua al Ayuntamiento de Martos

Más arriba, junto al mercado y previo traslado del quiosco de Domingo el Perrero al interior de la plaza, frente al Ayuntamiento, un majestuoso carrusel constituía la más luminosa de las atracciones donde chiquillas y mozuelas lucían vestidos plisados, lazos de encaje y faldas ajustadas a la cintura, que estrenaban para la ocasión y deleite de sus jóvenes admiradores, que las seguían, retadores, agitando los cubos giratorios del carrusel que parecía fuesen a ser desencajados de sus anclajes. Mientras, los más osados se aventuraban hasta la vera del pilar de la calle Adarves donde se asentaban los columpios cuyo balanceo elevaba más y más a los muchachos, cada vez más exigentes con la capacidad voladora de las barcas.

Aquella minúscula Calle del Infierno se extendía por la calzada continua hasta el final de la fachada de la iglesia, primero con una coqueta noria infantil, diminuta, justo frente a la pescadería de Villa la Rábana, como un apéndice de aquella otra, altísima, que se alzaba a continuación, compitiendo en altura con el reloj del bello campanario renacentista de la iglesia de Santa Marta, y donde los más atrevidos y atrevidas, a cambio de fastidiosos mareos y ataques de vértigo, se veían recompensados con unas vistas panorámicas únicas de la feria y de la plaza. La iglesia permanecía detrás, encorsetada, desde la base del campanario hasta la entrada a la capilla de Nuestro Padre Jesús, justo donde cada año se alojaba un coqueto tiovivo pertrechado con todo tipo vehículos a ruedas o voladores, carruajes, aves portadoras y caballos galopando con los más pequeños en su grupa hacia aventuras tan efímeras como lo era el tiempo del viaje.

Mientras los niños disfrutaban de aquellos periplos circulares, animados por el elevadísimo volumen de las músicas de moda, los padres hacían cola en las casetas de tiro pichón situadas a continuación de los cacharros. Disparaban escopetas de plomillos alardeando de puntería con los amigos y familiares, y sus mujeres, en las casetas de enfrente, compraban turrones, carne de membrillo, almendritas rellenas, peladillas y garrapiñadas para obsequiar a los ancianos que habían quedado en casa. 

III

La plaza era el corazón de la feria. Sus cuatro anchas vías circundaban el frondoso jardín que aún arrastraba las fragancias de la primavera con aromas a dama de noche, nardos y jazmines que escapaban hacia afuera por cuatro sobrios arcos. Sus esquinas se alumbraban con elegantes farolas acampanadas por abajo y de las que colgaban bellas tulipas que añadían un halo romántico al entorno.

Plaza de la Constitución de Martos

A la feria acudía gente de todo el pueblo, pero quienes la consideraban propia eran los moradores de los barrios de los alrededores, donde el rito de dar y dar vueltas a la plaza constituía una forma de socialización entre vecinos, que sólo comenzaba a diluirse cuando los varones se esfumaban para ligar en las tabernas que se apiñaban en la entrada a la calle de San Pedro y en otras cercanas. Otros se acercaban a las proximidades del Círculo de la Amistad y la Sociedad de Caza la Paloma, donde cada año, de espaldas a la plaza, se alzaba la tómbola de don Ignacio que repartía a destajo los premios exhibidos  en su gran escaparate: coches de juguete, muñecas, estuches escolares, juegos de tazas, tostadoras, batidoras y hasta pequeños televisores que se convertían en el no va más para los agraciados, quienes, antes de recogerse, cerraban la fiesta atacando las vitrinas de las confiterías que esperaban pacientes a un lado y otro de la plaza. Los más tranquilos tomaban el último café en la emblemática cafetería de Calvillo.

Los zagales, para divertirse, no se necesitaba mucho, bastaba una “perra gorda” para proveerse de un buen puñado de majoletas, endrinas, moras o allozas que en una orilla del paseo vendía el popular Silverio. Luego, seguir rondando por el paseo y los jardines a la espera de la aparición de las niñas anhelando un gesto aprobatorio para dilapidar los pocos duros, ahorrados durante semanas, invitándolas a subir al carrusel o la noria, lo que significaba el beneplácito para cortejarlas durante toda la feria.

Para los jóvenes, una vez terminada la función del cine Plaza, la feria reservaba un espléndido obsequio, la verbena que se alojaba en el patio del Colegio San Amador, a escasa distancia de la plaza, entre la calle la Fuente y el Callejón de San Juan de Dios. Allí disfrutaban especialmente las parejas de enamorados que bailaban hasta altas horas de la madrugada los ritmos y melodías que interpretaba la orquesta de los Sonic y su elegante vocalista Rafael.

La consumación de la feria de San Juan llegaba la noche del domingo con un gran castillo de fuegos artificiales. Era Vicente Sánchez “Ferrón” quien, tras una sucesión de tracas circulares que despedían chorros de luces y fuego de caprichoso comportamiento, justo en la misma plaza, ordenaba desde el Campillo un gran espectáculo pirotécnico de gran variedad de formas y colores. El cielo nocturno se iluminaba esplendoroso con una danza de fuegos efímeros y deslumbrantes. Un primer destello de luz seguido de un trueno amortiguado por la aparición de una gran bola de fuego que rápidamente se expandía en lluvia de estrellas fugaces, despertaba el asombro de los espectadores. Anillos, corazones, palmeras, círculos más grandes y más pequeños de heterogéneos colores inundaban el cielo y, mientras se difuminaban, nuevas formas, más atractivas aún, arrancaban los gritos de admiración del público sorprendido por las explosiones que, en lugar de cesar, se intensificaban dibujando nuevos artificios en el cielo.

Un gran trueno final que hacía temblar los edificios circundantes daba paso a un enorme silencio que se rompía con el cerrado aplauso de los presentes. Todos sabían que la Feria de San Juan había terminado.

(Mi agradecimiento a Manuel López Pestaña por su inestimable ayuda).


*  *  *
A.J.G.G.

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