I
Había dos hitos en el calendario marteño
del mes de junio marcados a fuego en el imaginario infantil y que siempre se
hallaron anclados en los recuerdos que Amador escondía en su memoria: San
Antonio y San Juan.
La celebración de San Antonio era el
referente de la finalización del curso escolar. Además, era la onomástica de
infinidad de abuelos, padres, niños e, incluso, maestros, por aquel entonces,
cosa realmente asombrosa ya que tanta reiteración producía confusiones constantes
a la hora de asignar a cada parentela los suyos. Había que recurrir inevitablemente
a las distintas variantes hipocorísticas del nombre, tales como Antoñito, Antoñín,
Nono, Noni, Toñín, incluso, Tano, acompañado a menudo, del apodo familiar, más
que del apellido, para encuadrar a cada uno en la tribu de “Antonios” a la que
perteneciera (el del Agua, el del Pescadero, el de Quematortas, el de don fulano, el de zutano…). Igual ocurría con tantos y tantos otros apelativos tan recurrentes en
aquella época.
La feria de San Juan, más conocida
coloquialmente como Feria de la Plaza, era el otro gran acontecimiento
que daba la bienvenida festiva al verano. La plaza de Santa Marta se engalanaba
y se convertía en un universo fascinante en el que los vecinos del barrio alto se
sentían encantados y deslumbrados por aquel espectáculo de sonidos, luces y
sorpresas.
Desde la víspera de la inauguración, la plaza y calles aledañas estaban engalanadas con guirnaldas, banderitas, luces de colores y sonidos de pitos y trompetillas de los vendedores ambulantes que acudían desde los pueblos vecinos. La plaza quedaba rodeada por completo de estructuras metálicas, casetas, puestos y cachivaches, que tomarían más vida una vez envueltos por el murmullo de la muchedumbre y el anárquico reclamo musical de unas y otras atracciones.
La Feria de la Plaza era humilde y
popular, no contaba con grandes espectáculos ni con espacios exclusivos de
chaqueta y tiros largos, pero proporcionaba toneladas de sueños, diversión y
emociones entre los pequeños y adolescentes. El arranque de la feria lo marcaba
el pasacalles de Gigantes y Cabezudos. Desde el comienzo de la tarde, el
recinto de la plaza bullía por el ir y venir de niños y adolescentes. Los más
osados se acercaban sobreexcitados, e incluso coronaban atropelladamente, la
escalinata que daba acceso a la calle Córdoba donde se hallaba la morada de aquellos personajes de cartón piedra, algunos de los cuales serían encarnados
por muchachos reclutados minutos antes de la salida.
Llegadas las seis de la tarde, cuando el lugar estaba abarrotado por la chiquillería, un sonoro chupinazo avisaba del inicio del desfile. Simultáneamente, una tumultuosa estampida infantil brotaba a toda velocidad colapsando las bocacalles escalonadas que conducían a la plaza. Los niños corrían despavoridos desde las primeras posiciones de la comitiva mientras los adolescentes retaban y hostigaban divertidamente a los cabezudos a riesgo de recibir algún que otro mamporro. En los balcones, los más pequeños se abrazaban a sus madres horrorizados por el estruendo de los cohetes y por el terrorífico aspecto de aquellas figuras surgidas de los cuentos de hadas.
En un santiamén, la plaza quedaba
inundada de mocetones y de niños, éstos con los rostros arrebatados por el
espanto causado por aquellas figuras de rostros inertes, aquellos retando a la
comparsa desde las primeras posiciones. Al fin, el paulatino acceso a la plaza
del cortejo de enanos portadores de curiosos utensilios agrarios, una enorme
Blancanieves acompañada del príncipe, ambos con el común denominador de su
titánica altura inaccesible a los ojos de los infantes. Pero, sobre todo, era
la aparición de la espantosa bruja, tantas veces encarnada por el bueno de Pepe
Garrote, empuñando una amenazante escoba y envuelta en un horrible hábito
negro que ensalzaba aún más su pavoroso rostro. A su alrededor todo eran
corridas y gritos nerviosos cuando, la quién sabe si hechizada escoba, golpeaba
sobre los lomos de aquellos que encabezaban unas hostilidades que jamás
adquirieron tinte dramático.
La banda municipal de música era la que,
con sus marchas y pasodobles festivos, enaltecía y servía de reclamo a la
atención de los vecinos para que se asomaran a los balcones, a la vez que encarrilaba
el sentido del séquito desde la Plaza hacia la calle de la Fuente donde el
reagrupamiento del gentío aceleraba las carreras y las caídas de los zagales
que hallaban providenciales burladeros de escape en las distintas bocacalles y
callejones que surgían en el recorrido.
II
Justo delante
del Ayuntamiento y en dirección a la Peña, se alineaban puestos de globos,
juguetería y demás chucherías infantiles. Frente a ellos, ocupaban el resto de
la calzada los veladores, multiplicados en número para la ocasión, de los bares
de José Ortega y Pepillo Martínez que eran quienes ejercían mayor
influencia sobre aquel lateral de la plaza. Allí los mayores alternaban
mientras los niños y niñas estiraban la diversión excitados por el bullicio y los
enigmas de la noche.
Más arriba, junto al mercado y previo traslado
del quiosco de Domingo el Perrero al interior de la plaza, frente al
Ayuntamiento, un majestuoso carrusel constituía la más luminosa de las
atracciones donde chiquillas y mozuelas lucían vestidos plisados, lazos de
encaje y faldas ajustadas a la cintura, que estrenaban para la ocasión y
deleite de sus jóvenes admiradores, que las seguían, retadores, agitando los
cubos giratorios del carrusel que parecía fuesen a ser desencajados de sus
anclajes. Mientras, los más osados se aventuraban hasta la vera del pilar de la
calle Adarves donde se asentaban los columpios cuyo balanceo elevaba más y más a
los muchachos, cada vez más exigentes con la capacidad voladora de las barcas.
Aquella minúscula Calle del
Infierno se extendía por la calzada continua hasta el final de la
fachada de la iglesia, primero con una coqueta noria infantil, diminuta,
justo frente a la pescadería de Villa la Rábana, como un apéndice de
aquella otra, altísima, que se alzaba a continuación, compitiendo en altura con
el reloj del bello campanario renacentista de la iglesia de Santa Marta, y
donde los más atrevidos y atrevidas, a cambio de fastidiosos mareos y ataques
de vértigo, se veían recompensados con unas vistas panorámicas únicas de la
feria y de la plaza. La iglesia permanecía detrás, encorsetada, desde la base
del campanario hasta la entrada a la capilla de Nuestro Padre Jesús,
justo donde cada año se alojaba un coqueto tiovivo pertrechado con todo
tipo vehículos a ruedas o voladores, carruajes, aves portadoras y caballos galopando
con los más pequeños en su grupa hacia aventuras tan efímeras como lo era el
tiempo del viaje.
Mientras los niños disfrutaban de aquellos periplos circulares, animados por el elevadísimo volumen de las músicas de moda, los padres hacían cola en las casetas de tiro pichón situadas a continuación de los cacharros. Disparaban escopetas de plomillos alardeando de puntería con los amigos y familiares, y sus mujeres, en las casetas de enfrente, compraban turrones, carne de membrillo, almendritas rellenas, peladillas y garrapiñadas para obsequiar a los ancianos que habían quedado en casa.
III
La plaza era el corazón de la feria. Sus
cuatro anchas vías circundaban el frondoso jardín que aún arrastraba las
fragancias de la primavera con aromas a dama de noche, nardos y jazmines que
escapaban hacia afuera por cuatro sobrios arcos. Sus esquinas se alumbraban con
elegantes farolas acampanadas por abajo y de las que colgaban bellas tulipas
que añadían un halo romántico al entorno.
Los zagales, para divertirse, no se
necesitaba mucho, bastaba una “perra gorda” para proveerse de un buen puñado de
majoletas, endrinas, moras o allozas que en una orilla del paseo vendía el
popular Silverio. Luego, seguir rondando por el paseo y los jardines a la espera de la aparición
de las niñas anhelando un gesto aprobatorio para dilapidar los pocos duros,
ahorrados durante semanas, invitándolas a subir al carrusel o la noria, lo que
significaba el beneplácito para cortejarlas durante toda la feria.
Para los jóvenes, una vez terminada la
función del cine Plaza, la feria reservaba un espléndido obsequio, la verbena
que se alojaba en el patio del Colegio San Amador, a escasa distancia de la
plaza, entre la calle la Fuente y el Callejón de San Juan de Dios. Allí disfrutaban
especialmente las parejas de enamorados que bailaban hasta altas horas de la
madrugada los ritmos y melodías que interpretaba la orquesta de los Sonic y su
elegante vocalista Rafael.
La consumación de la feria de San Juan llegaba la noche del domingo con un gran castillo de fuegos artificiales. Era Vicente Sánchez “Ferrón” quien, tras una sucesión de tracas circulares que despedían chorros de luces y fuego de caprichoso comportamiento, justo en la misma plaza, ordenaba desde el Campillo un gran espectáculo pirotécnico de gran variedad de formas y colores. El cielo nocturno se iluminaba esplendoroso con una danza de fuegos efímeros y deslumbrantes. Un primer destello de luz seguido de un trueno amortiguado por la aparición de una gran bola de fuego que rápidamente se expandía en lluvia de estrellas fugaces, despertaba el asombro de los espectadores. Anillos, corazones, palmeras, círculos más grandes y más pequeños de heterogéneos colores inundaban el cielo y, mientras se difuminaban, nuevas formas, más atractivas aún, arrancaban los gritos de admiración del público sorprendido por las explosiones que, en lugar de cesar, se intensificaban dibujando nuevos artificios en el cielo.
Un gran trueno final que hacía temblar
los edificios circundantes daba paso a un enorme silencio que se rompía con el
cerrado aplauso de los presentes. Todos sabían que la Feria de San Juan había
terminado.
(Mi agradecimiento a Manuel López Pestaña por su inestimable ayuda).
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