lunes, 21 de diciembre de 2020

Estampas de Navidad

El día del sorteo de la lotería de Navidad todos los niños habían comenzado las vacaciones. Aquella mañana la rutina diaria se tornaba mágica al son del canturreo radiofónico de los niños de San Ildefonso, cuya monotonía se alteraba, excitante, cada vez que aquellos pequeños tenores cantaban un premio, y no digamos cuando, en lugar de pedrea, había saltado un premio de la categoría de los gordos. Era el delirio, el éxtasis, la emoción surgida de aquel gorgoritear que, por unas horas, convertía a todos en soñadores abocados al destino de los elegidos.

—¡Mamá, mamá... el tercero ha tocado en Albacete!

Al final de la mañana, agotadas todas las esperanzas, era cuando la madre le volvía a la realidad sentenciando:

—No te preocupes, hijo, lo importante es la salud, y, mira, nosotros estamos todos estupendamente, gracias a Dios.

¡La salud, la salud...! Debía ser ese el trofeo que recompensaba a todos los demás, pues él no conocía a nadie que hubiera sido agraciado de verdad, ni era capaz de imaginar cómo afectaría la fortuna a la salud de los premiados de Madrid y Barcelona, que una vez más habían acaparado el primer premio de aquel año de 1962.

Ése era el primer recuerdo que Amador tenía del recién llegado invierno, además del complaciente calorcillo que subía del brasero y que creaba un gustoso microclima protegido por los pliegues de aquellas enagüillas de chenilla color lila. Eran días de asueto, de esparcimiento, de diversión en compañía de los amigos, con quienes conspiraba ordenadamente para quebrar el freno de las madres al descontrol callejero de los chavales.

—Alberto, tú vienes a buscarme a las diez y luego vamos en busca de los demás, ¿vale?

Al día siguiente se ejecutaba minuciosamente el plan trazado de modo que, en poco más de media hora, todos estaban reunidos en la Plaza, frente a Santa Marta, unas veces fisgoneando en los futbolines de Aguayo las últimas novedades de tebeos, otras planificando aventuras en la falda de la Peña o en los callejones que proliferaban alrededor de la Plaza, otras programando interminables partidos de futbol en la explanada que había entre el Albergue y el campo de fútbol viejo, y que prácticamente se prolongaban hasta la hora del almuerzo.

El ambiente en el pueblo era festivo y la actividad en las calles era superior a la de costumbre, sobre todo porque la recolección de la aceituna traía dinero para las compras navideñas, a las que invitaba el ornamentado de los escaparates y el alumbrado de las calles principales. El ruido en las calles se modulaba a ritmo de villancicos que grupos de jóvenes entonaban por las tardes provistos de zambombas y panderetas. La afluencia a la parroquia crecía gracia a la atracción que ejercía el belén que con tanto mimo resucitaba cada año el bueno y respetado Rafael, sacristán de Santa Marta. Las madres preparaban cenas especiales para Nochebuena y Nochevieja y las despensas de las casas se veían más repletas que nunca: embutidos, quesos, anís, coñac y, sobre todo, muchos dulces (roscos de vino, turrones, mazapanes, polvorones, mantecados…). Tanto despertaban la glotonería de los niños que las madres los guardaban bajo llave para evitar sorpresas de última hora.

Para Amador, a sus once años, lo más atractivo de la Navidad era sin duda la llegada de los Reyes Magos. Nada más pasar la Nochebuena era el encargado de redactar una detallada carta que tuviera en cuenta todos los deseos de él y sus hermanas, porque, según su padre, tenía esa responsabilidad como el mayor que era entre los hermanos. Ante tal argumento, la tarde del sábado siguiente se dedicó a plasmar sobre una cuartilla pautada los deseos de cada uno de los peticionarios. Amador puso todo su empeño en recalcar a sus majestades lo útil que le sería en el colegio un estuche de tapa corredera de dos pisos, para guardar bien organizado su material de dibujo y escritura. También le gustaría recibir una pistola de vaquero, a ser posible con un cinturón y su correspondiente funda, para sentirse más valiente entre sus amigos el día de la Epifanía. Le hubiera gustado añadir unas botas y un balón de fútbol, así como una bicicleta, pero entendía que los magos tendrían demasiadas peticiones y no debía ser egoísta. Debidamente firmada por sus hermanas y él, la introducía en un sobre de avión, de esos que estaban rodeados por una cenefa de barras oblicuas de colores azul y rojo, sin olvidar escribir en su anverso: “Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente”. Amador contaría cada noche los días que quedaban para el evento, aunque, bien es verdad que a su edad ya tenía fundadas sospechas del papel tan importante de sus padres en el desenlace final del esperado acontecimiento.

Su madre, en cambio, vivía en una realidad diferente, muy determinada por la escasez del presupuesto y en como incluir en el mismo algún que otro hato de ropa tan precisa para los niños en los meses venideros de invierno. Ella fue la que, durante breves escapadas a los comercios de alrededor, mal completó la lista de peticiones y la que, en la misma víspera de Reyes pasó la tarde en los abarrotados Almacenes Estanco rebuscando en las estanterías y tratando de cumplir lo más equitativamente posible con los deseos de unos y otras.

Toda esta liturgia estaría viva toda la Navidad. La noche víspera del acontecimiento todos se prepararon para ir temprano a la cama, sin olvidar dejar un par de zapatos cerca del balcón y una bandeja repleta de dulces y botellas de licores en la mesa del comedor para honrar a los visitantes. Amador tardó en coger el sueño aquella noche, como le sucedía cada año, en parte por la emoción, en parte por la sospecha de que sus deseos quedaran colmados solo a medias. Pronto llegó el amanecer y, muy temprano, comenzó a sentir ruido de papeles arrugados y rápidas idas y venidas por el pasillo. Al fin, se abrió la puerta del dormitorio y apareció su padre con una sonrisa sospechosa:

—Parece que ha habido visita. El balcón del comedor está entre abierto. Id a ver.

En un santiamén todos saltaron de la cama en busca del comedor donde paquetes y paquetes rodeaban los zapatos distribuidos por la sala. Amador abrió el primero, una caja rectangular que prometía: era un bonito jersey gris de cuello alto; abrió el segundo: una pistola de hombre del espacio de color rojo intenso y que parecía disparar unos extraños proyectiles anti marcianos; el tercer paquete contenía una camiseta interior de franela y dos pares de calcetines de lana; y el cuarto, por fin, era un estuche de tapa corredera, pero solo tenía un piso. Lo miró y pensó resignado: el próximo año será de dos pisos, ¿y quién sabe...?

Feliz Navidad.

A.J.G.G.

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