El día del sorteo de la lotería de
Navidad todos los niños habían comenzado las vacaciones. Aquella mañana la
rutina diaria se tornaba mágica al son del canturreo radiofónico de los niños de San Ildefonso, cuya monotonía
se alteraba, excitante, cada vez que aquellos pequeños tenores cantaban un
premio, y no digamos cuando, en lugar de pedrea, había saltado un premio de la
categoría de los gordos. Era el delirio, el éxtasis, la emoción surgida de
aquel gorgoritear que, por unas horas, convertía a todos en soñadores abocados
al destino de los elegidos.
—¡Mamá, mamá... el tercero ha tocado en
Albacete!
Al final de la mañana, agotadas todas las
esperanzas, era cuando la madre le volvía a la realidad sentenciando:
—No te preocupes, hijo, lo importante es la salud, y, mira, nosotros estamos todos estupendamente, gracias a Dios.
Ése era el primer recuerdo que Amador
tenía del recién llegado invierno, además del complaciente calorcillo que subía
del brasero y que creaba un gustoso microclima protegido por los pliegues de aquellas
enagüillas de chenilla color lila. Eran días de asueto, de esparcimiento, de
diversión en compañía de los amigos, con quienes conspiraba ordenadamente para
quebrar el freno de las madres al descontrol callejero de los chavales.
—Alberto, tú vienes a buscarme a las diez
y luego vamos en busca de los demás, ¿vale?
Al día siguiente se ejecutaba
minuciosamente el plan trazado de modo que, en poco más de media hora, todos
estaban reunidos en la Plaza, frente a Santa Marta, unas veces fisgoneando en
los futbolines de Aguayo las últimas novedades de tebeos, otras planificando
aventuras en la falda de la Peña o en los callejones que proliferaban alrededor
de la Plaza, otras programando interminables partidos de futbol en la explanada
que había entre el Albergue y el campo de fútbol viejo, y que prácticamente se prolongaban
hasta la hora del almuerzo.
El ambiente en el pueblo era festivo y la
actividad en las calles era superior a la de costumbre, sobre todo porque la
recolección de la aceituna traía dinero para las compras navideñas, a las que
invitaba el ornamentado de los escaparates y el alumbrado de las calles
principales. El ruido en las calles se modulaba a ritmo de villancicos que
grupos de jóvenes entonaban por las tardes provistos de zambombas y panderetas.
La afluencia a la parroquia crecía gracia a la atracción que ejercía el belén
que con tanto mimo resucitaba cada año el bueno y respetado Rafael, sacristán
de Santa Marta. Las madres preparaban cenas especiales para Nochebuena y Nochevieja
y las despensas de las casas se veían más repletas que nunca: embutidos, quesos,
anís, coñac y, sobre todo, muchos dulces (roscos de vino, turrones, mazapanes,
polvorones, mantecados…). Tanto despertaban la glotonería de los niños que las
madres los guardaban bajo llave para evitar sorpresas de última hora.
Para Amador, a sus once años, lo más
atractivo de la Navidad era sin duda la llegada de los Reyes Magos. Nada más
pasar la Nochebuena era el encargado de redactar una detallada carta que
tuviera en cuenta todos los deseos de él y sus hermanas, porque, según su padre,
tenía esa responsabilidad como el mayor que era entre los hermanos. Ante tal
argumento, la tarde del sábado siguiente se dedicó a plasmar sobre una cuartilla
pautada los deseos de cada uno de los peticionarios. Amador puso todo su empeño
en recalcar a sus majestades lo útil que le sería en el colegio un estuche de
tapa corredera de dos pisos, para guardar bien organizado su material de dibujo
y escritura. También le gustaría recibir una pistola de vaquero, a ser posible
con un cinturón y su correspondiente funda, para sentirse más valiente entre
sus amigos el día de la Epifanía. Le hubiera gustado añadir unas botas y un
balón de fútbol, así como una bicicleta, pero entendía que los magos tendrían
demasiadas peticiones y no debía ser egoísta. Debidamente firmada por sus
hermanas y él, la introducía en un sobre de avión, de esos que estaban rodeados
por una cenefa de barras oblicuas de colores azul y rojo, sin olvidar escribir
en su anverso: “Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente”. Amador contaría
cada noche los días que quedaban para el evento, aunque, bien es verdad que a
su edad ya tenía fundadas sospechas del papel tan importante de sus padres en
el desenlace final del esperado acontecimiento.
Su madre, en cambio, vivía en una
realidad diferente, muy determinada por la escasez del presupuesto y en como
incluir en el mismo algún que otro hato de ropa tan precisa para los niños en
los meses venideros de invierno. Ella fue la que, durante breves escapadas a
los comercios de alrededor, mal completó la lista de peticiones y la que, en la
misma víspera de Reyes pasó la tarde en los abarrotados Almacenes Estanco
rebuscando en las estanterías y tratando de cumplir lo más equitativamente
posible con los deseos de unos y otras.
Toda esta liturgia estaría viva toda la
Navidad. La noche víspera del acontecimiento todos se prepararon para ir
temprano a la cama, sin olvidar dejar un par de zapatos cerca del balcón y una
bandeja repleta de dulces y botellas de licores en la mesa del comedor para
honrar a los visitantes. Amador tardó en coger el sueño aquella noche, como le
sucedía cada año, en parte por la emoción, en parte por la sospecha de que sus
deseos quedaran colmados solo a medias. Pronto llegó el amanecer y, muy
temprano, comenzó a sentir ruido de papeles arrugados y rápidas idas y venidas
por el pasillo. Al fin, se abrió la puerta del dormitorio y apareció su padre
con una sonrisa sospechosa:
—Parece que ha habido visita. El balcón
del comedor está entre abierto. Id a ver.
En un santiamén todos saltaron de la cama
en busca del comedor donde paquetes y paquetes rodeaban los zapatos
distribuidos por la sala. Amador abrió el primero, una caja rectangular que
prometía: era un bonito jersey gris de cuello alto; abrió el segundo: una
pistola de hombre del espacio de color rojo intenso y que parecía disparar unos
extraños proyectiles anti marcianos; el tercer paquete contenía una camiseta
interior de franela y dos pares de calcetines de lana; y el cuarto, por fin,
era un estuche de tapa corredera, pero solo tenía un piso. Lo miró y
pensó resignado: el próximo año será de dos pisos, ¿y quién sabe...?
A.J.G.G.
* * *
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