I
Había dos hitos en el calendario marteño
del mes de junio marcados a fuego en el imaginario infantil y que siempre se
hallaron anclados en los recuerdos que Amador escondía en su memoria: San
Antonio y San Juan.
La celebración de San Antonio era el
referente de la finalización del curso escolar. Además, era la onomástica de
infinidad de abuelos, padres, niños e, incluso, maestros, por aquel entonces,
cosa realmente asombrosa ya que tanta reiteración producía confusiones constantes
a la hora de asignar a cada parentela los suyos. Había que recurrir inevitablemente
a las distintas variantes hipocorísticas del nombre, tales como Antoñito, Antoñín,
Nono, Noni, Toñín, incluso, Tano, acompañado a menudo, del apodo familiar, más
que del apellido, para encuadrar a cada uno en la tribu de “Antonios” a la que
perteneciera (el del Agua, el del Pescadero, el de Quematortas, el de don fulano, el de zutano…). Igual ocurría con tantos y tantos otros apelativos tan recurrentes en
aquella época.
La feria de San Juan, más conocida
coloquialmente como Feria de la Plaza, era el otro gran acontecimiento
que daba la bienvenida festiva al verano. La plaza de Santa Marta se engalanaba
y se convertía en un universo fascinante en el que los vecinos del barrio alto se
sentían encantados y deslumbrados por aquel espectáculo de sonidos, luces y
sorpresas.