A principios de la década de los noventa del pasado siglo, el dominical de un conocido rotativo nacional publicaba un reportaje sobre los nuevos rostros femeninos de Hollywood y sus primeros grandes éxitos en el cine. Aparecían exuberantes y deliciosamente jóvenes las figuras de Michelle Pfeiffer (Las brujas de Eastwick, 1987, Las amistades peligrosas, 1988), Demi Moore (Ghost, 1990, Algunos hombres buenos, 1992, Una proposición indecente, 1993), Uma Thurman (Henry & June, 1990, Pulp Fiction, 1994), Julia Robert (Pretty Woman, 1990, Durmiendo con su enemigo, 1991, El informe Pelícano, 1993)...
En ellas no veíamos la pasión y la voluptuosidad de las señoras de Hollywood que tanto nos fascinaron en los años de nuestra infancia y adolescencia; éstas eran diferentes, eran rostros de belleza casta y angelical, la belleza que deseábamos para nuestras hijas, esa que las homologaría y que nos homologaba a todos con la modernidad.
Aquel mismo semanal incluía un curioso reportaje sobre el futuro profesional de las nuevas generaciones. Hacía un entusiasta recorrido por un futuro de ensueño. Nuestros hijos y nuestras hijas serían ingenieros de la aeronáutica o de la biomedicina, economistas y analistas financieros, físicos, investigadores, diplomáticos, expertos en derecho internacional, diseñarían máquinas y robots, construirían edificios y grandes autopistas, serían estrellas de las nuevas formas de comunicación y de ocio...
Nosotros éramos hijos de una generación cuya juventud había sido atropellada por la Guerra Civil y sus secuelas de postguerra. Sin embargo, ellos, nuestros padres y madres, no sucumbieron nunca, al arrastra y en silencio nos proporcionaron dignidad y un horizonte esperanzado y limpio de las zurrapas del pasado. Consiguieron que sus hijos e hijas, sin distinciones, accedieran a un mundo de bienestar que ellos jamás imaginaron.
En 1990 estábamos en condiciones de coger el testigo y continuar su labor para lanzar a nuestros hijos e hijas hacia el infinito. Todos los síntomas eran favorables. Ya se habían abierto para España las puertas de Europa tras su ingreso en la Comunidad Económica Europea, habíamos asistido atónitos por TV a la caída del muro de Berlín y al derrumbamiento de la URSS, se comenzaba a hablar de la revolución cibernética y nuestro país se preparaba, ¡al fin!, para organizar unos juegos olímpicos. Era inminente, de camino venía otro tiempo, un mundo fantástico para nuestros hijos e hijas, un futuro tan hermoso como el rostro de Julia Robert.
Nosotros hicimos lo que debíamos hacer. Nuestros vástagos hicieron lo que les dijimos que debían hacer. Nuestros padres nos ayudaron, una vez más, a conciliar nuestra vida familiar y laboral. Y es que la pócima mágica para alcanzar el éxito era precisamente que el nuevo modelo familiar se basaba en el esfuerzo colegiado de ambos cónyuges, que garantizaba suficientes excedentes en la economía familiar como para hacer verosímil soñar con ese futuro anunciado.
Con la llegada del nuevo siglo nuestros hijos e hijas dejaban de ser adolescentes. Empezaban a graduarse en la universidad, habían viajado al extranjero, eran bilingües o trilingües, navegaban por Internet, mostraban sus propios puntos de vista frente a las grandes cuestiones sociales y medioambientales, estaban dispuestos a comerse el mundo. Sí, estábamos orgullosos de poner en circulación a la generación mejor preparada de la historia de España.
Pronto empezaron a sonar las alarmas ya que no se percibía una sincronía adecuada entre el esfuerzo de tres generaciones y la integración laboral de los más jóvenes. De pronto resultó que no había mercado laboral para todos y, si lo había, era en condiciones cada vez más precarias. Se acuñó el término mileurista como referencia del salario de los nuevos graduados universitarios. El esfuerzo económico para pagar una vivienda resultaba ser, en ellos, el triple que el realizado por sus padres. La precariedad laboral se anteponía a la seguridad y es que nos decían: qué esto es la globalización, qué el estallido de las fronteras económicas significaba competitividad y aventura en la búsqueda de la oportunidad de cada uno.
En 1990 estábamos en condiciones de coger el testigo y continuar su labor para lanzar a nuestros hijos e hijas hacia el infinito. Todos los síntomas eran favorables. Ya se habían abierto para España las puertas de Europa tras su ingreso en la Comunidad Económica Europea, habíamos asistido atónitos por TV a la caída del muro de Berlín y al derrumbamiento de la URSS, se comenzaba a hablar de la revolución cibernética y nuestro país se preparaba, ¡al fin!, para organizar unos juegos olímpicos. Era inminente, de camino venía otro tiempo, un mundo fantástico para nuestros hijos e hijas, un futuro tan hermoso como el rostro de Julia Robert.
Nosotros hicimos lo que debíamos hacer. Nuestros vástagos hicieron lo que les dijimos que debían hacer. Nuestros padres nos ayudaron, una vez más, a conciliar nuestra vida familiar y laboral. Y es que la pócima mágica para alcanzar el éxito era precisamente que el nuevo modelo familiar se basaba en el esfuerzo colegiado de ambos cónyuges, que garantizaba suficientes excedentes en la economía familiar como para hacer verosímil soñar con ese futuro anunciado.
Con la llegada del nuevo siglo nuestros hijos e hijas dejaban de ser adolescentes. Empezaban a graduarse en la universidad, habían viajado al extranjero, eran bilingües o trilingües, navegaban por Internet, mostraban sus propios puntos de vista frente a las grandes cuestiones sociales y medioambientales, estaban dispuestos a comerse el mundo. Sí, estábamos orgullosos de poner en circulación a la generación mejor preparada de la historia de España.
Pronto empezaron a sonar las alarmas ya que no se percibía una sincronía adecuada entre el esfuerzo de tres generaciones y la integración laboral de los más jóvenes. De pronto resultó que no había mercado laboral para todos y, si lo había, era en condiciones cada vez más precarias. Se acuñó el término mileurista como referencia del salario de los nuevos graduados universitarios. El esfuerzo económico para pagar una vivienda resultaba ser, en ellos, el triple que el realizado por sus padres. La precariedad laboral se anteponía a la seguridad y es que nos decían: qué esto es la globalización, qué el estallido de las fronteras económicas significaba competitividad y aventura en la búsqueda de la oportunidad de cada uno.
Ahora sé que estaban en otras cosas. Planificando, sí, pero su propio futuro. Su futuro ponzoñoso, para que nos les faltara de nada ni a ustedes ni a los suyos. Y aún tienen la desfachatez de inculparnos a los demás acusándonos de haber vivido por encima de nuestras posibilidades.
Nos han legado un presente ominoso del que, como un eterno retorno, tendremos que salir, rebelándonos, apoyando a nuestros hijos y, éstos, a nuestros nietos. Y volveremos a soñar con rostros bellos de otras Julia's Robert's. Sépanlo, lo haremos, pero con ustedes proscritos.
Bravo!
ResponderEliminarMuy buena entrada.Si señor.
ResponderEliminarGracias Víctor. Percibo que pertenecemos a generaciones diferentes. Pero entre todos podemos recuperar la dignidad. No lo dudes.
EliminarEs cierto. Nada podía hacernos presagiar que nuestros hijos estarían casi en precario y malpagados. Treinta y cinco años alargos de sistema democrático, y los partidos han estado mucho más pendientes de sus propios ombligos (quiero decir de los de sus jerarcas, no de su militancia, de la que pasan un par de kilos) y no han (hemos) sabido ver lo que se nos venía encima.
ResponderEliminarTú, por lo menos tienes a tus dos chicas trabajando: lomío es más grave.
Un abrazo,
AG
Pues todo eso es lo que me subleva, como te decía un día. La obscenidad que emponzoña estos tiempos nos obliga a todos, incluso a los que ya nos corresponde (por los años) un vivir más pausado y tranquilo.
EliminarPobre Robert, su rostro para ...¡Qué época de estafa!
ResponderEliminarNo se si he estado acertado en la analogía, pero sí que lo de la Gran Estafa es una evidencia.
EliminarUn saludo.
Antonio si fueses fotógrafo te diría que hicistes una "panorámica espectacular."
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias. Ha sido fácil porque creo que lo que digo lo hemos vivido y estamos sufriendo muchas familias españolas.
EliminarUn saludo.
Costó muchísimo esfuerzo construir la sociedad del bienestar, no tener que hacer equilibrismos para vivir con cierta holgura y permitirnos pequeños caprichos con el esfuerzo de nuestro trabajo. De ahí pasamos al agujero negro donde nos encontramos, como los palos de un sombrajo bajo la furia de un vendaval hemos ido perdiendo ese pequeño oasis, donde no había excesos, si un remanso de paz. Un saludo.
ResponderEliminarCoincido contigo, Mª José, pero no vale rendirse. Somos más que ellos. Al menos en eso les ganamos.
EliminarUn saludo.